Seis historias de Estación Quequén, el autor de uno de los golpes más impactantes de la historia del fútbol argentino

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La formación de un equipo que hizo historia

En pocos días se cumplirán 37 años de una historia de cuento: el ascenso de Estación Quequén al Nacional B, luego de derrotar en la final del Certamen del Interior 87/88 a Olimpo de Bahía Blanca. En ocho meses un conjunto amateur, integrado por jugadores que eran empleados administrativos, camioneros o carniceros, entre otros oficios, se transformó en profesional y dio batalla apenas un escalón por debajo de la élite del fútbol argentino.

El equipo enfrentó el torneo Regional con un modesto objetivo: superar la primera ronda del certamen, algo que no había logrado antes ningún equipo representante de la Liga Necochea de Fútbol. Sin embargo, la ambición y la nobleza de ese grupo lo llevó a un sitio privilegiado.

“Escribí ‘Estación Quequén, crónica de una hazaña’ con la idea de poner en valor la historia deportiva de Necochea y Quequén. El libro tal vez permitirá atornillar en la memoria de los hinchas el hecho futbolístico más relevante que nos ha ocurrido. El paso del tiempo suele sepultar estas experiencias y es bueno que los jóvenes que no lo vivieron sepan lo que fue la épica del Verde de Quequén”, contó el periodista Gustavo García, autor de la obra que rescata la leyenda.

“Aquella campaña instaló el nombre de Estación Quequén entre los amantes del fútbol. Hoy en día hay futboleros en todo el país que recuerdan lo que fue el desempeño del equipo en el Nacional B. Aunque sólo duró un año, dejó huella”, añadió. Aquí, seis historias de aquella gesta escrita con la tinta de la humildad y el pulso de la gloria.

SEÑALES AUSPICIOSAS

Lo cierto es que las alternativas del juego fueron constituyendo a Los del Clan de Madariaga como protagonistas. Ya en el segundo tiempo Estación no veía con malos ojos llevarse un empate de Madariaga, aunque caminaba por la cornisa y el resultado era por demás incierto. La moneda daba vueltas en el aire. ¿Saldría cara o cruz? Entonces ocurrió otra señal.

Los diarios de la época y la tapa del libro

“Para mí es el partido más representativo porque hice el gol”, evoca Mateo Martínez Kressi, que había ingresado en el segundo tiempo. “No me olvido más. No podíamos salir del área, nos estaban pegando una peloteada terrible. Y era un equipazo porque inclusive en Necochea empatamos. No podíamos cruzar la mitad de la cancha y faltando tres o cuatro minutos me dejan frente al arquero mano a mano con la posibilidad de tener 10 segundos para definir, y defino para el orto. Ahí pensé: chau, fuiste. Nunca más, no se me da. Y viene Miguel López y me dice al oído: ‘Vas a tener otra, pendejo’.

Pasaron 3 minutos y el Teto me deja otra vez mano a mano, porque ellos jugaban con la última línea prácticamente en la mitad de la cancha. Arranco y me voy solo. Y pienso: ¿qué hago, qué hago? Entonces hice una jugada distinta a la que había hecho anteriormente, convertí el gol y terminó el partido. A partir de ahí, en la segunda y la tercera fase, se nos iban dando las cosas. Era de locos”.

CONTRA ALMAGRO, CON UNO MENOS

Jugadores, cuerpo técnico y dirigentes partieron rumbo a la Capital Federal el viernes 20 por la mañana. Pasarían la noche en un hotel del barrio porteño de Balvanera, ubicado frente a la morgue judicial, para al día siguiente trasladarse temprano al estadio de Almagro, situado en la localidad de José Ingenieros.

El derrotero no tenía misterios: el colectivo marcharía hasta la ciudad de Balcarce, adonde pararían para levantar a los hermanos Beguiristain –Carlos y José-. Luego continuaría por la ruta 29 hasta empalmar con la Ciudad de Buenos Aires. Estaba planificado que la llegada sería a media tarde. Pero la vida está llena de sorpresas.

“Nosotros salíamos de Necochea y alzábamos en Balcarce a los hermanos Beguiristain. Cuando llegamos estaba José solo, el mediocampista, con el bolsito. Faltaba el Gallo (Carlos, marcador de punta izquierdo, titular). Vivían juntos con los padres. Abrimos la puerta del micro y le preguntamos:

– ¿Y el Gallo?

– No sé -respondió.

“Así que fuimos con 15 jugadores. El lunes el Gallo apareció a entrenar. Tenía que tener el perdón del tío Quito. Se habrán arreglado entre ellos. Nosotros no nos metíamos en eso, lo manejaba él”, cuenta José Luis Ortiz, expresidente del club.

La ausencia del Gallo Beguiristain no era un problema menor: al equipo le faltaba un marcador de punta. Era urgente encontrar un reemplazo. Hubo, sin embargo, un voluntario inesperado.

 “Nosotros íbamos atrás en el colectivo porque jugábamos mucho a las cartas, generalmente al Tute. Los chicos más jóvenes iban escuchando música. El Mela alquilaba películas, por ahí traía videos de Corona para escuchar cuentos –recuerda el Negro Márquez-. Pasamos por Balcarce a buscar a los dos Beguiristain, José y el Gallo. Y estaba José solo. ‘No sé, no lo vi en toda la semana’, dijo. Entonces Quito se vino para el fondo del colectivo, adonde estábamos el Conejo Pérez, Quique Molina y yo. Ahí nos avisa que el Gallo no estaba. Y le dije: ‘¿Cuál es el problema Quito? Te juego yo de 3”.

“A mí me gustaba jugar de cualquier cosa –recalca Márquez-. De 7 jugaba Bustos, que era el mejor de ellos. Entonces les digo al Conejo y al Mela: ‘Ojo que este Bustos es rápido. Yo le voy a dar’. Me iba a jugar una amarilla o algo así”. El tema era preocupante, una ecuación que debía resolverse lo antes posible ni bien comenzara el partido.

REVELACION MISTICA

Ahora que ha pasado tanto tiempo salen a la luz algunas revelaciones, situaciones antes nunca narradas. El Mela Mainardi rememora: “Yo estaba convencido de que se podía empatar ese partido. Esto lo sabe muy poca gente. Ahora soy muy creyente y me he vuelto cristiano. Tuve una visión mientras hacía la recuperación de la rodilla –en la primavera de 1987-, sin haber jugado ni siquiera un partido con Estación Quequén. Yo iba todas las mañanas a la playa, me metía en el agua hasta el muslo para que se me bajara la inflamación de la rodilla, y después me iba a caminar a los médanos.

El doctor Ríos me había dicho que yo iba a jugar antes de lo esperado porque tenía lo mejor que podía haber para rehabilitarse: agua salada y fría, y la arena. Así que subiendo un médano una vez me viene una imagen. Creo que son cosas que manda Dios. Me pongo a pensar que llegábamos a la final con Olimpo de Bahía Blanca y que yo iba a ser la figura marcando al Ruso Schmidt. Y que íbamos a ganar con un gol mío. Eso no fue así, pero hice el gol del empate. Faltaba casi un año para eso”.

El gol de Luis Paquillo Sánchez en la final ante Olimpo

OLIMPO, EL INFIERNO

Con los jugadores cambiados y listos para saltar a la cancha, el técnico, Oreste Quito Ortiz, confirmó la alineación titular. No hubo sorpresas. Eran los mismos 11 que ya salían de memoria. Estación Quequén formó entonces con Javier Erasun; Guillermo Dindart, Carlos Pérez, Fabián Mainardi y Carlos Beguiristain; Mario Márquez, Sergio Mainardi y Hugo Molina; Pablo Dialeva, Paco Sánchez y Ricardo Guerrero.

“Ellos, Olimpo, eran una cosa impresionante –reconoce el Mela Mainardi-. Por eso siempre es importante tener en el plantel a alguien que haya jugado en otro nivel, como Quique Molina, que jugó en Primera División. Quito no dio mucha charla antes del partido. Dio la formación del equipo y listo. Entonces, antes de salir a la cancha Quique nos llama y nos reúne: ‘Tenemos que aguantar 15 o 20 minutos esto. Si no nos meten un gol, nosotros nos llevamos un buen resultado de acá’. Dicho y hecho”.

A las 15.30 del domingo 29 de mayo de 1988 los jugadores de Estación Quequén pisaron el césped del estadio Roberto Carminatti. Olimpo ya los estaba esperando. Esa tarde el local formó con Antonio Mércuri; Stach, Alfredo Torres, Daniel Ronco y Manuel Cheiles; Alfredo Oviedo, Miguel Ángel Lemme y Roberto Depietri; Ruben Favret, Raúl Schmidt y Rubens Navarro.

Era de esperarse entonces que Olimpo se les viniera encima desde el primer minuto para sacar una rápida diferencia. El clima dentro de la cancha era ensordecedor.

“Me acuerdo de un par de cosas del partido que fueron impresionantes –repasa el Lungo Erasun-. Primero, cuando entramos a la cancha para precalentar yo estaba en el área chica y el Guille (Dindart) en el borde del área grande, y él no me escuchaba. Nunca había tenido una hinchada detrás que no me dejara escuchar a mis compañeros. Y no había empezado el partido. Para mí esas eran todas cosas nuevas. Nos tiraban bombas de estruendo. Estuvimos como 10 minutos para sacar los papelitos del área. Pensé que cuando arrancara el partido nos iban a meter contra un arco. Esto es una caldera y acá nos van a hacer 16 goles, dije”.

Pero eso no ocurrió. “Pasaron los primeros 15 minutos, todo se calmó, se enfrió. Y acá viene la perla: acomodo la pelota en el vértice del área para que le pegue el Conejo, que venía caminando despacito, haciendo tiempo. Y escucho la voz de Quique que me dice: ‘arquero, arquero…’. Que era lo mismo que me decía en los entrenamientos. Se hacía el boludo y la venía a buscar para salir jugando. Levanto la vista y lo veo en la posición del 3, solito. Se la doy y salimos jugando. Iría media hora de partido. Y yo dije: ¡A la mierda! Estamos jugando en Bahía, contra Olimpo, y yo estoy sacando del arco como en el entrenamiento y vamos 0-0. Estamos bien”.

Estación Quequén había logrado pararse mejor y, para sorpresa de local, estaba haciendo partido. El expresidente, José Luis Ortiz, recuerda que sentado en la platea lo codeó a Carlos Díaz, también dirigente, y le dijo: “Estos tampoco nos ganan”.

Pero entonces llegó el gol de Olimpo. “A los 10 minutos de haber emparejado la situación nos hacen el gol, en el mejor momento nuestro. Termina así el primer tiempo”, narra Erasun.

Fabián Mainardi agrega: “Nos meten un gol a los 48 minutos del primer tiempo y se ponen arriba 1-0. Nosotros estábamos bien parados. Tiraron un centro, la pelota rebota y la cabecea Schmidt. Ya terminaba el primer tiempo”. En la jugada que abrió el marcador Rubens Navarro se anticipó a un defensor, cabeceó hacia el medio y el Ruso Schmidt alcanzó conectar la pelota de palomita.

El entretiempo, lejos de ser un momento de desazón y fatalidad, se transformó en un espacio de furia. El Lungo Erasun cuenta que “entramos al vestuario, que estaba debajo de la tribuna, y no se escuchaba nada. La gente se había encendido otra vez, gritando. Nosotros estábamos locos. Me acuerdo que decíamos: ¡Estos son unos muertos, no le pueden ganar a nadie! Nos dimos cuenta de que no eran para tanto. Me acuerdo que el Mela lo agarraba al Teto de los pelos y le decía: ¡Teto, la concha de tu hermana, pegales, meté que estos no juegan nada! En el entretiempo nos dimos cuenta de que no podíamos perder nunca con estos pibes, que era un partido más”.

De nuevo en la cancha, con los mismos 11, Estación salió a buscar el empate. Se habían cambiado las camisetas y tras usar la blanca en el primer tiempo, en el complemento vistieron la clásica verde. Otra vez cada uno cumplió con lo suyo. El Mela Mainardi se encargó de anular al Ruso Schmidt, goleador de Olimpo. “No lo dejé ni cabecear. Le di patadas, cabezazos, le gané todas”, enfatiza.

La igualdad llegó a los 8 minutos del segundo tiempo, mucho antes de lo esperado. “Nosotros desde la mitad de la cancha era todo tirar centros. Éramos muchos los que cabeceábamos y el Negro Márquez le pegaba muy bien –explica Mainardi-. Viene el tiro desde tres cuartos de cancha y salgo del área porque no era un buen centro. La pelota venía medio baja. Yo lo que quiero hacer es volver a meterla en el área. Así que le meto un cabezazo fuerte, con todo, y veo que la pelota se va abriendo, abriendo, y veo a Mércuri que se empieza a estirar y no llega, y se le mete abajo. La pelota hizo una parábola insólita”.

 “Cada vez que hacíamos un gol, el Conejo se daba vuelta y me miraba a mí, no iba a festejar los goles –repasa el arquero Erasun-. Cuando el Mela empata de cabeza, el Conejo se da vuelta, yo me acerco, nos abrazamos y le digo: ‘Conejo, ya estamos en el Nacional B. Están muertos, estos pibes no nos van a ganar nunca’. Y me responde: ‘Vos sabés que me parece que sí”. «

PROMESA CUMPLIDA

Ya en el vestuario, en medio de la algarabía, alguien recordó que habían hecho una promesa y, sin demora, salieron a cumplirla. “Habíamos hecho una promesa: si ganábamos y ascendíamos, el mismo día del partido teníamos que ir a la virgen de Costa Bonita –playa de Quequén ubicada a 14 kilómetros de la cancha-. Salimos con el colectivo hasta allá. Hacía 10 grados bajo cero, un frío bárbaro. El colectivo nos dejó en Pinocho –paraje cercano- y de ahí arrancamos a correr hasta la gruta. Cada uno le dejó algo. Yo me parece que le dejé las medias. Después desde ahí nos fuimos a celebrar a la cancha de Estación”, comenta Dialeva. El Teto Mainardi agrega: “Estábamos acalambrados pero teníamos que llegar sí o sí porque la promesa estaba hecha”.

En el trayecto entre el estadio y la gruta de la Virgen en Costa Bonita atravesaron todo el centro de la ciudad de Necochea y recorrieron la costanera. La avenida 59, la arteria principal, desbordaba de gente que los saludaba al pasar. El colectivo Mercedes Benz 1114 avanzaba a paso de hombre.

La caravana se detuvo en Pinocho, un par de kilómetros antes de llegar a destino. Los jugadores, corriendo pese al desgaste de la final, llegaron a la gruta y cumplieron la promesa.

EL MISTERIO DE LAS CAMISETAS VERDES

El pitazo final del árbitro Rubén Padilla –que recibió como calificación un Muy Bien por parte de los medios gráficos- desató la locura en la cancha de Rivadavia. “Cuando sonó el silbato la gente no sé cómo hizo, pero invadió la cancha. No pudimos encontrarnos hasta que llegamos al vestuario”, remarca Paco Sánchez.

Los hinchas se lanzaron de manera desesperada detrás de algún recuerdo. Es curioso, pero hoy en día casi ninguno de los jugadores que disputaron aquella final histórica conserva la camiseta. Uno de los pocos fue Guille Dindart, que atinó a buscar a su padre en la platea y logró entregarle casaca y pantalón. Quienes escaparon de esa multitud enardecida terminaron por obsequiar las prendas y, en general, se muestran arrepentidos.

Ha transcurrido mucho tiempo y los recuerdos se vuelven confusos. El destino de las camisetas verdes es un misterio. El Negro Márquez dice que la número 8 se la regaló a un compañero del Poder Judicial. Y que tenía la 9 de Paco Sánchez, pero se la obsequió al Conejo Pérez porque al líbero las masas lo despojaron de todo.

Sánchez, sin embargo, asegura que le dio su camiseta a un masajista, que ahora ignora qué hizo con el regalo. Tampoco sabe qué pasó con los pantalones y las medias. “Después lamentás no habérsela regalado a tu papá o algún familiar”, recapacita.

“No me quedó nada. Es que no teníamos nada –remarca el Cubano Fernández-. Cuando jugué en Chicago sobraban las camisetas. Si en Chicago regalaba una camiseta me la cobraban 100 pesos, pero si en Estación Quequén nos llevábamos la camiseta, no teníamos otra para jugar. Por eso no hay ropa. Nadie tiene nada. Por ahí algún pantalón”.

El arquero suplente, Claudio Oliver, guarda en un cajón de la cómoda la camiseta marca Topper, color roja con mangas amarillas, que usó el día de la final y con la que aparece retratado junto al plantel en la foto histórica.

“No tengo nada –contesta el Gualicho Dialeva-. El pantalón corto se lo regalé al Chuleta Fernández, que había quedado afuera de la final. La camiseta se la regalé a Alfredo Kuhn, que tenía la carnicería. Los botines creo que me los sacaron en la cancha”.

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